Juan Proctor
Los problemas de Proctor
Les presentamos a Juan. (¡Hola, Juan!). Engaña a su esposa, no puede recordar los diez mandamientos a pesar de que va a la iglesia casi todas las semanas. Es más terco que una mula y está enojado la mayor parte del tiempo. También es... nuestro héroe.
Juan Proctor, el protagonista de Las brujas de Salem, tiene graves problemas. Pero podemos ver por qué. Antes tenía todo lo que un hombre puritano común y corriente desea: una granja en la que trabajar duro sin cesar, tres hijos que disciplinar y una esposa con la cual formar un hogar. Proctor era un hombre decente que decía lo que pensaba. En el pueblo, su nombre era sinónimo de honor e integridad. Gozaba de exponer la hipocresía y por eso lo respetaban. Pero sobre todo, Juan Proctor se respetaba a sí mismo.
Vaya, entonces, ¿qué podría salir mal?
Entra en escena: Abigail, la antagonista de la obra. Esta pícara ayudante doméstica entró penosamente en la vida de Juan (mientras la señora Proctor estaba enferma, dicho sea de paso) y antes de que se diera cuenta, su buena vida se había vuelto muy, pero muy mala. Juan cometió el error de serle infiel a su esposa con ella. Y como si esto fuera poco, Abigail era menor de edad. (Proctor tenía 30 y algo y Abigail solo tenía diecisiete— qué asco). Bastó con un solo vergonzoso encuentro para destruir la posesión más valiosa de Juan: su respeto por sí mismo.
Cuando conocemos a Juan Proctor a mitad del primer acto, nos encontramos con un hombre que se ha convertido en lo que más odia en el mundo: un hipócrita. Está atormentado por la culpa. El peso emocional de la obra recae sobre Proctor y su búsqueda de recuperar la imagen que antes tenía de sí mismo, la bondad que perdió. De hecho, su camino de la culpa hacia la redención es la columna vertebral de Las brujas de Salem. Juan Proctor es un héroe clásico de Arthur Miller: un tipo que lucha con la incompatibilidad entre sus acciones y la imagen que tiene de sí mismo. (Willy Loman de Muerte de un viajante, Eddie Carbone de Panorama desde el puente y Joe Keller de Todos eran mis hijos tienen problemas parecidos).
¿Por qué cayó en la tentación?
¿Adulterio? ¿Y con una menor? Juan, ¿qué estabas pensando?
Bueno, al parecer la esposa de Juan, Isabel, era algo frígida (lo cual, incluso, ella admite) y cuando la fiera, la joven Abigail, lo tentó, Juan no pudo resistirse. Isabel estaba enferma cuando Abigail trabajaba para los Proctor, así que es muy probable que no le estuviera dando mucha… eh, atención a su esposo.
Pero bien puede ser que la causa de las transgresiones de Juan fuera mucho más profunda que un simple deseo físico.
También es posible que Juan Proctor se sintiera atraído por la personalidad subversiva de Abigail. Miller parece dar a entender esto en la primera escena, donde se los ve juntos. Abigail le dice a Juan que todo el escándalo por las brujas no es cierto. Ella y otras chicas nomás estaban en el bosque bailando con Tituba. Miller escribe:
PROCTOR (ensanchando su sonrisa): ¡Ah juguetona como siempre, no? […] Te meterán en el cepo antes de que cumplas los veinte. (I.178)
La clave aquí es la acotación entre paréntesis. Da a entender que Proctor está encantado y cautivado por las pícaras travesuras de Abigail. Esto estaría en consonancia con su personalidad: vemos como desafía la autoridad, desde Parris hasta Danforth, a lo largo de la obra.
Hombre de acción
Juan Proctor es un protagonista pasivo. Durante los primeros dos actos, sus acciones casi no repercuten en la trama principal de la obra. Sin embargo, cuando comienza el tercer acto, está hecho una fiera. Dolido por el arresto de su esposa, decide terminar con la creciente locura de los juicios a las brujas — y si tiene suerte, de paso recuperar su propia integridad.
Proctor va al tribunal con tres estrategias bajo la manga. Tiene la confesión que le hizo Abigail de que no existía brujería alguna. También, tiene el testimonio de María de que ella y las demás chicas habían fingido todo. Y por último (pero igual de importante), está dispuesto a admitir que tuvo un romance con Abigail. Esto mancharía su impoluta reputación y pondría en tela de juicio su credibilidad ante el tribunal. Pero entre las astutas manipulaciones de Abigail y la terquedad del tribunal, todas las tácticas fracasan. Lo único que logra Juan es manchar públicamente su buena reputación y terminar arrestado por brujería.
A pesar de que Juan no consigue liberar a Isabel y terminar con la locura generalizada, hace dos importantes avances en el camino a recuperar su respeto propio en el tercer acto. El primero: no deja de luchar contras las acusaciones falsas aunque se entera de que Isabel está embarazada, y por lo tanto, estará a salvo por un tiempo. Siente que su responsabilidad para con la comunidad es más importante y continúa de todas maneras. El segundo: cuando admite abiertamente su adulterio con una menor, deja de ser hipócrita. Se hizo cargo de su pecado en público.
En el cuarto acto, Proctor sortea el último obstáculo en su camino a la redención. No es una tarea fácil; da algunos traspiés antes de lograrla. Para salvarle la vida, lo tientan a admitir que ciertamente anda con el Diablo. Se justifica a sí mismo por esta mentira diciendo que, de todas formas, él es una mala persona así que esa confesión no hace ninguna diferencia. Por lo menos, así seguiría con vida:
PROCTOR (con gran fuerza de voluntad, pero sin mirarla directamente): Estuve pensando en confesar. (Ella no trasluce nada.) ¿Qué dices tú? ¿Les regalo mi confesión?
ISABEL: Yo no te puedo juzgar, Juan. (Pausa.)
PROCTOR (simplemente; es una mera pregunta): ¿Qué te gustaría que hiciera?
ISABEL: Lo que tú quieras es lo que quiero yo. (Breve pausa.) Te quiero con vida, Juan. Esa es la verdad.
PROCTOR: Es una mentira, Isabel. [...] No puedo subir al patíbulo como un santo. Es un fraude. Yo no soy ese hombre santo. (Ella calla.) Mi honor está quebrado, Isabel; yo no soy un hombre bueno. Nada, que no está ya podrido, se perderá ahora si les concedo esa mentira. [...] Sólo el odio me mantiene en silencio. Es difícil regalar una mentira a los perros. (IV.188–200)
Sí: Juan se regodea en un festín de autocompasión y ustedes no están invitados.
Sin embargo, cuando le piden que firme la declaración, Juan se niega. Ponerlo por escrito es demasiado para él. Al firmar, estaría vendiendo su alma. Aunque hubiera salvado su vida, la pureza habría quedado fuera de su alcance para siempre. Con este valiente acto final, Juan Proctor se renconcilió consigo mismo. Sostiene:
"…ahora sí creo vislumbrar un pedacito de bondad en mí. No alcanza para tejer una bandera, pero es lo bastante blanca como para no dársela a estos perros". (IV.298)
Al final de la obra, nuestro queridísimo Juan logró su cometido: burló al sistema, se rebeló contra el poder y salvó su manchada reputación.